En
ocasiones tengo que atender en consulta a personas que han sido condenadas por
la Justicia. Personas a las que una decisión judicial les cambió la vida, que
pasaron por mi despacho tras haber sido señaladas, privadas de libertad o
tratadas como delincuentes, a veces sin serlo. Si el supuesto infractor fue
condenado por violencia de género, la cosa se complica aún más por cuanto el
rechazo social y el estigma es mayor, y además el trato especial que en la
cárcel recibe por parte de sus compañeros y del funcionariado público constituye
una condena adicional. Recuerdo la “terapia psicológica” que le propinaron a un
paciente mío (al que siempre siempre consideré inocente y como psicólogo
forense así se lo manifesté al juez) en la cárcel donde estuvo recluso por
haber sido condenado por violencia de género. No voy a culpar a nadie por estas
cosas ni por el daño que le hicieron, ni en este momento voy a criticar un
sistema que tiene sus luces y sus sombras. Pero sí os diré que todas las
personas merecen respeto y una oportunidad. Pienso en hombres y mujeres que
cambiaron su rumbo, que aprendieron de sus errores y que con ayuda profesional
lograron dar un giro radical a sus vidas encontrando un camino de esperanza. Lo he dicho
muchas veces: cambiar es posible.
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